jueves, 19 de agosto de 2010

LA HISTORIA DEL AMOR DE DIOS EN EL HOMBRE; original de Rafael Santamaría

En verdad, en verdad os digo, que vuestra inteligencia es vuestro silencio; y que vuestra sabiduría, es la conciencia de vuestro silencio.
A vosotros, desde mi silencio:

“Y me habló de ella un hombre invidente, un hombre que sin vista podía ver; y aquel hombre me relató la historia; ésta historia que ahora os cuento.
No hace tanto…, en aquel tiempo en que al hombre le bastaba amar para sentir a Dios, y Dios sentía al hombre al sentirse amado; en aquel tiempo en que al saber el hombre hablar con Dios a través de los sentimientos, el hombre supo cómo entender a Dios al empezar a entenderse así mismo. En aquel tiempo…, en la misma época en que todo era perfecto, un hombre hablo mal de Dios al pensar en Dios. Pues el pensamiento acota a Dios, y en ese sentido, la imperfección empezó a cobrar fuerza cuando el pensamiento creció en la moral del hombre.
Y al destierro de Dios, le siguieron los sentimientos profundos con los que el hombre había encontrado sentido a su vida; y al irse estos, todo se fue; y la muerte cobró vida al creer el hombre en la muerte y no en la vida.
El hombre se volvió necio al pensar; pero defendiendo su manera de pensar con lo que pasaría a denominarse el ego, el hombre se identificó con la mente acotada del ego; y en ego se convirtió.
Y cuando toda la humanidad se volvió ego por la socialización del pensamiento, un hombre volvió a dar sentido a la vida al poner toda su fe en el origen de la vida: el amor.
Pues una mañana llamó a casa de aquel hombre una mujer, una mujer ataviada con harapos que ocultaba su rostro tras un oscuro paño. La mujer le suplicó comida; y aquel hombre no la dio comida, ni tan si quiera le daría las sobras de su comida; aquel hombre la invitó a que comiera con él. El pueblo enteró censuró, a través de sus razonamientos, la actuación de aquel hombre; pero al día siguiente, aquella mujer volvió a llamar a la misma puerta, está vez, para pedir cobijo. Pero aquel hombre no la dio cobijo, ni tan si quiera le cedería su cobertizo para cobijarse; aquel hombre la invitó a que durmiera en su casa. De nuevo, todo el pueblo censuró aquella actuación, y con aquella censura, le retiraron el saludo pero, otra vez, aquella mujer llamaría a la misma puerta, y está vez, para pedir asilo. Y aquel hombre no la dio asilo, ni tan si quiera la hospedaría hasta que decidiera irse; aquel hombre la entregó las llaves de su casa. El pueblo entero, indignado, aisló a aquel hombre, pues su comportamiento se salía de toda conducta moral con la que aquella aldea había sobre vivido gracias a sus creencias.
Pero de nuevo, aquella mujer llamaría a la puerta del mismo hombre, y está vez, lo hizo buscando consuelo. Mas aquel hombre no la dio consuelo, ni tan si quiera se entretuvo en escucharla; aquel hombre la dio todo su amor; y así, la consoló.
Entonces, aquella mujer se iluminó, y descubriendo su rostro hizo uso de la palabra:
- Tú, buen hombre, ¿acaso no te has dado cuenta de mi rostro? Como puedes observar, tengo el rostro desfigurado y mis vestidos son estos harapos que ves. ¿Acaso no ves que soy pobre y que no tengo nada que ofrecerte?, ¿cómo puedes entregarme tu casa, tu vida, y tu amor?; ¿qué ves tú que yo no veo?
A lo que aquel hombre contestó:
- Tu belleza, hermosa mujer, no eligió tu rostro para plasmar toda su hermosura. Y tu riqueza, opulenta mujer, no eligió tu estilo de vida para plasmar toda su riqueza. Eres bella donde la belleza nace y es verdaderamente bella. Eres bella de espíritu. Y eres rica, donde la riqueza acumula todo su tesoro y es riqueza. Eres rica en espíritu. ¿Qué más puede pedir un hombre a una mujer, si es que puede pedirle algo?
El silencio hizo gala de su sabiduría al rendir homenaje a aquel momento, y tras la magia de su saber estar, aquella mujer volvió a hablar:
- Una cosa más te diré, buen hombre; la riqueza y la belleza que has visto en mí sólo son fiel reflejo de lo que tú eres. Pues lo que tus ojos no pueden ver lo ha visto tu corazón; y tu corazón te ha dejado ver lo que tus ojos no podían ver.
Lo que tú puedes ver es grande, lo que lo demás pueden ver, es pequeño. Conserva así pues, la vista que Dios te ha dado, pues los ojos con los que tú ves, no son tus ojos, son los ojos de Dios; son los ojos del amor.
Yo Soy el ángel que Dios ha enviado a la tierra en busca de sus hijos; dichoso tú que has encontrado el camino que lleva al Padre al abrirme, no sólo la puerta de tu casa, sino el corazón que alberga tu alma.
Pues llamé a la puerta de cada hogar que encontré a mí paso esperando hallar a los hijos de Dios en la tierra, mas ningún hijo de los que son hijos de Dios, al verme, ni tan siquiera me abrió su puerta. Pues sus ojos son víctima de la ilusión con la que se han afianzado en sus creencias, y sus creencias son meros pensamientos que tan sólo acreditan la verdad de lo que piensan.
Pues has de saber, que el Padre no piensa, es pensamiento. De la misma forma, el Padre no ama, es amor. De la misma forma, el Padre no sabe ni busca saber, es sabiduría. Y de la misma forma, el Padre no es nada al no identificarse con nada, pues EL, Todo lo Es.
Con esto queda dicho lo que el hombre busca saber y tú has encontrado. Con esto queda concluida mi búsqueda; pues yo ratifico en ti que Dios existe en la tierra; y tan sólo el tiempo que no existe, será el verdugo que hará ver en tus hermanos la misma verdad que tú viste; la misma verdad que tú Eres; el AMOR.
Bienaventurados aquellos de vosotros que habéis entendido lo que está escrito, pues vosotros no estáis en el camino; vosotros sois el camino”


Rafael Santamaría
senseirsan@gmail.com
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